Cuando somos niños soñamos con cosas pequeñas, sencillas: un helado de fresa, una muñeca que llora y hace pís, un peluche con el que dormir o esa bicicleta que tiene el vecino del cuarto. Cuando nos hacemos mayores nuestros sueños cambian con nosotros, se vuelven complejos, igual que nosotros.
Y de repente la muñeca de trapo se vuelve un vestido nuevo con el que deslumbrar a alguien, el peluche se convierte en un amuleto que significa mucho para nosotros o la bicicleta se transforma en un coche con el que realizar un viaje inolvidable.
Pero los sueños se rompen en pedazos cuando se topan de frente con la realidad; porque la realidad a menudo es radicalmente distinta a como uno cree que es, las personas no son siempre lo que aparentan ser, ni las relaciones y mucho menos los sueños. Y esa realidad es la que se encarga de poner a cada uno en su sitio. Lo que uno cree que es negro puede ser blanco; lo que uno cree que es blanco, probablemente sea de todos los colores del arco iris.
Uno sabe cómo empiezan las cosas, pero nunca sabe cómo van a terminar.